martes, octubre 10, 2006

Era un pueblo seco, donde la vida se perdía en medio de la nada. El polvo era transportado en círculos desde una montaña a otra y finalmente se depositaba siempre en el centro, donde adusta, se alzaba la horca.

Era temprano, tan temprano que el aire aún era diáfano, y el sol no quemaba con desdén, la puerta de la droguería se azotaba con desgano y sus ojos aún ojerosos no se cerraban frenéticos.

Era un lunes, el comienzo del fin, dijo el médico, el único que sabía de que maldita cosa hablaba. En medio de tantos ciegos, este tuerto era un rey. Lo que decía no era rebatido por nadie.

Era diciembre, el mes más caluroso, nadie sabía como terminaría, pero todos como había comenzado, lento y sinuoso, como las serpientes, como las lombrices que se engullirían cada uno de sus miembros una vez que la horca le quitase el resuello...

Era 15, el día que se cumplía un año del comienzo de la peste. Su peste, su maldita peste, que había diezmado aquel pueblo seco, perdido entre montañas, donde no había niños, sólo serpientes, entoces rió a carcajadas... todos deseaban morir, pero nadie era tan valiente como para aceptarlo. Rió, y rió hasta que se comenzó a ahogar, pero nadie vendría en su ayuda, nadie. Y lloró y rió hasta que comenzó a salir el sol, hasta que el sol comenzó a quemar y el aire se hizo irrespirable por el polvo, y la gente la poca gente que quedaba se agolpó silenciosa a presenciar el gran acto y cayeron las lágrimas que se secaban al segundo y su boca resoplaba nerviosa en medio del silencio y sus piernas temblaron y todo dio vueltas, al segundo, al segundo, al segundo sintió un vahído y un brazo fuerte lo contuvo y todo se fue a negro...

Enmudeció la gente, y otro más fue crucificado virtualmente, porque no había madera para hacer cruces, pero la horca era como sí...

Y así, sucesivamente, fueron culpándose unos a otros, infinitamente...

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